Sor Juana Inés de la Cruz
Ella baila sola
La danza contemporánea en México es ahora (no hoy, sino precisamente ahora) un silencio que baila. Desarrolla su baile mudo casi a solas, mientras decenas de millones de habitantes del país no la ven, porque no la conocen.
El foco de atención para reflexionar acerca de las problemáticas que signan el fenómeno de la danza escénica de México es justo la paradoja que la desgarra hasta la intimidad fugitiva de su episteme. He aquí la clave: una nación con poderoso acervo ritual asociado a la danza (las técnicas de actualización de mitos, actos propiciatorios y exorcismos en el mundo prehispánico fueron eminentemente danzarias), no conoce, y ni siquiera se sabe portadora, de un patrimonio coreográfico.
Danzan vigorosamente los individuos y con fervor los colectivos. 1.- En multitudinaria fiesta de barrio bajo, el gordo aquel que otrora bebía una cubeta de cerveza sin pausa se levanta a bailar la salsa sabrosa que reinventa el ambiente y su colosal humanidad se cubre, literalmente, de gracia: es una pluma y una cresta de espuma sobre el mar; tal es su sentido para habitar el ritmo y con él, corporalmente, conversar. 2.- Bajo una plaza inventada por el sol cenital se forma un círculo (siempre círculo; desde los tiempos del Anáhuac, círculo) de espectadores espontáneos que entregan sin restricción su tiempo y credulidad a un pequeño grupo de niños con máscaras de fibra, quienes ejecutan, sobre el piso de piedra ardiente, la Danza de los Viejitos, pieza del folclor purépecha: mima coreográfica de ancianos que parecen rejuvenecer a cada paso de un baile animado con rudimentarios instrumentos de cuerda y percusión. Su lance está lejos de aspirar a la originalidad, pues secuencias de movimiento y partitura musical datan de hace tres centurias.
Por el contrario, los auditorios que habrían de sostener el sentido de la escenificación coreográfica son mínimos, en tanto que la burocracia que la cerca es numerosa y exageradamente cara. 1.- En los teatros se destaca la verificación de funciones de danza a las cuales acude un máximo de quince a veinte personas, quienes suelen ser amigos, amantes y familiares de los artistas que durante una o tres noches (no más), habrán de justificar su amor por una disciplina que económicamente les pide mucho más de lo que brinda. 2.- La Coordinación Nacional de Danza del INBA, máximo organismo institucional en la materia, decide cancelar las funciones dominicales en el Teatro de la Danza – la única opción que podría tener, en caso de quererlo, el grueso de la población para acudir al foro-, pues, según su titular, Carmen Bojórquez, habría que reducir el gasto extraordinario que el sindicato de técnicos demanda por levantar el telón en un día de asueto.
La danza escénica en México podría perfectamente ser un contexto absurdo en El mito de Sísifo, de Albert Camus. Carece de sentido, no tiene trascendencia. Se encuentra totalmente al borde del tejido social.
Dentro de la jaula de la melancolía
“La existencia del mexicano es irreflexiva y sin futuro”, escribe el antropólogo Roger Bartra en su estudio La jaula de la melancolía: identidad y metamorfosis del mexicano. De acuerdo con el también investigador, la sociedad de México se distingue por su proclividad a lo caótico y el empleo incesante de discursos evasivos, engañosos: circunloquios y contradicciones. Se trata de la manifestación ubicua de un rencor atávico: castrado en su raíz mítica, ancestral; obligado a obedecer a un ente superior (Dios, el Amo o el Patrón), a costa de la satisfacción de sus deseos elementales, el mexicano deviene un ser lánguido, melancólico, e inoperante, mezcla del Bartleby de Melville — quien decide la inacción como postura existencial — y el célebre Cantinflas, el arquetípico vagabundo que se gana la vida en uso de la inofensiva candidez del discurso vacío, en el que predominan albur y sinsentido.
Evasión, irresponsabilidad, rencor, se fusionan con los conflictos culturales de la marcada división de clases que también define a la sociedad mexicana, completando su noción de identidad desde los paradigmas del Poder: la diferencia entre ricos y pobres es abismal y su imaginario paradigmático está orientado por cláusulas racistas (lo moreno o prieto y bajo o chaparro, son evidencias corporales de inferioridad), y por la tendencia, siempre fallida, a insertarse en los círculos del maistream social europeo por el camino equívoco de la adopción de arquetipos estadunidenses (el pobre millonario sin estilo en un programa social de Mónaco o París es aquel mexicano disfrazado de yanqui).
Así, el mexicano promedio, el ciudadano de a pie, experimenta su corporalidad como una dimensión postergada, inconclusa y fallida, nunca como una entelequia susceptible de ser habitada, entendida y encauzada hacia el desarrollo integral de su potencia e ideales. ¿Qué hay entonces de las miles de personas que salen a correr asiduamente, de los que consumen con cierto fanatismo comida especial para fomentar la salud y también vitaminas y complementos específicos para afinar las capacidades corpóreas de fuerza, resistencia o, incluso, flexibilidad? Son la minoría: en un país de millones de habitantes, los millares no tienden a significar. Por otra parte, esta vocación por atender el cuerpo y buscar su estado saludable se encuentra guiada por una perspectiva tautológica de la corporeidad: se pretende conseguir y asumir el modelo de cuerpo “saludable” (ario, largo, muscularmente marcado, bello y con apariencia juvenil), no la integración orgánica de la especificidad corporal.
El conjunto de negaciones y mutismos que plantea el contexto cultural mexicano influye en la danza de manera notable, especialmente en el género contemporáneo, donde prevalecen los cánones coreográficos importados del exterior. El bailarín se hace a sí mismo como tal en el fragor de una cruel lucha contra los estigmas corporales (chaparros, prietos y panzones no habrán de aproximarse ni por asomo a la Sylvie Guillem azteca que todos los maestros quisieran encontrar en sus aulas), el rencor soterrado de no poseer un capital corpóreo digno de acreditación profesional, la soledad de no contar con espectadores a quienes convencer de que uno es en verdad un bailarín, y el desamparo que es la evidente carencia de coreógrafos con ideas propias y un proyecto artístico que aspire, mediante la investigación analítica, a suscitar una auténtica experiencia de significación.
La figura del espectador de danza, como ya se anotó, está marcada por la ausencia, pero también por el desconcierto. Un pueblo educado sentimentalmente mediante operaciones dramatúrgicas propias del auto sacramental, de didácticas evangelizadoras, no puede más que aspirar a la anécdota directa y enmarcada en tono melodramático. A versus B, y sus derivados y complicaciones, pero siempre y ante todo, A versus B. Los géneros contemporáneos de la danza, signados por la metáfora poética, por el discurso no lineal y la estructuración compleja de sus procesos de semiosis, poco tienen que decir a la improbable figura de “El público mexicano”.
Ser y no estar
Los Estados Unidos Mexicanos es una república dividida en treinta y dos estados. Uno de ellos, la capital, llamado Distrito Federal (por ser sede de los poderes federales de la Unión), concentra la mayor parte de la actividad económica y cultural del país. En México el centralismo es abrumador y eso provoca que los logros que se dan en provincias — no pocos y muy valiosos, dado que se verifican en condiciones cultural y políticamente precarias — no sean estimados y, por tanto, corran el peligro de no contar con trascendencia.
De ahí que sea importante no desestimar la actividad coreográfica que se lleva a cabo fuera de la absorbente capital. En el norte del país se verifican lances de importancia. Las compañías Producciones La Lágrima, dirigida por Adriana Castaños, y Antares, de Miguel Mancillas, marcan, en el estado de Sonora, pautas notables de calidad danzaria. El también sonorense Quiatora Monorriel es un grupo que ha exportado con éxito, específicamente a Chile y Argentina, su visión de una danza libre de clichés coreográficos. En el paradisíaco puerto de Mazatlán, principal enclave turístico del estado de Sinaloa, el grupo Delfos realiza trabajo artístico y dirige la escuela profesional de danza que fundó en octubre de 1998 y que ya es considerada semillero de bailarines y coreógrafos que en la actualidad dirigen o forman parte de colectivos emprendedores, en otras latitudes. Lux Boreal, en Tijuana; La Serpiente, en Michoacán; y Hunabkú en Chile, son proyectos propositivos emanados de esta cantera. En otras ocasiones, el lance es meramente individual y, con ayuda de amigos, el bailarín-coreógrafo es un artista nómada que va acreditando presentaciones e iniciativas de creación (festivales o muestras) en diversos lugares, tal es el caso del veracruzano Alonso Alarcón.
Sin embargo, debido a que la danza provinciana se encuentra supeditada, como todo el arte nacional, al raquítico apoyo del Gobierno (las empresas no asisten este rubro ni por error), sus méritos, sus conquistas, se diluyen en el acto de sobrevivir. Lo que se desarrolla en la capital, dentro de enormes teatros vacíos, se consume a sí mismo en la intrascendencia de su falta de horizonte: coreógrafos y bailarines sin públicos, sin funciones, sin giras, sin posibilidad de salir al exterior; ¿qué son?
El único momento en que la danza contemporánea mexicana tuvo un asomo de lugar público y, por ende, de futuro existencial, fue provocado por un evento trágico: los sismos de 1985, que devastaron la ciudad capital, obligando a sus habitantes a organizarse de maneras inusuales ante la urgencia desmedida. Una de estas nuevas formas de organización fue el consumo de actos escénicos en la calle, etapa de esplendor para la danza que así conquistó públicos y un espíritu gremial genuino. La burocratización a ultranza promovida por el entonces presidente Carlos Salinas de Gortari hacia el inicio de los ‘90 — articulada por becas y apoyos discrecionales emanados del Sistema —, acabó con el incipiente vuelo de la criatura coreográfica. Los protagonistas de dicha disciplina vagan desde entonces mendigando migajas de dinero que sólo les reportan el bálsamo de funciones esporádicas.
Es muy duro decir todo lo anterior. Preferible sería hablar de un glorioso patrimonio prehispánico vigente; de Xochipilli — deidad mexica de la danza, el juego y el amor —, aún vivo, manifiesto; del apasionado bagaje histórico que el arte coreográfico ha acumulado desde la aventura fabulosa y sin par de Guillermina Bravo y Ballet Nacional; de los extraordinarios bailarines mexicanos. Pero toda esta herencia cultural está borrada o languidece: se destaca entonces la orfandad y cortedad de alcances de una manifestación cultural que vive al día, sola entre millones, desconocida para una sociedad que hoy experimenta la más terrible de sus crisis. La danza en México, en el mejor de los casos, es atópica: inclasificable y sin reflejo. La danza en México es ahora el momento preciso de danzar.